Llego apurado al aeropuerto. La jornada ha sido más ajetreada de lo esperado; a la breve reunión de la mañana en Huesca la ha seguido una interminable comida en Lérida que a punto ha estado de hacerme perder el vuelo.
La cola del mostrador es la mayor que he visto nunca, incluso mayor que la del mostrador de Tel Aviv (los usuarios del Prat saben a qué me refiero). Diez minutos para las diez, los mismos que restan para que se inicien las llamadas de último minuto. Sin problemas, obtengo la tarjeta de embarque y afronto los temidos arcos con resignación.
Llego a la puerta de embarque tan solo cinco minutos más tarde de la hora programada. Tomo asiento, la cola es considerable, puedo esperar a ser el último. Sin embargo, tras varios minutos sentado se hace evidente que nadie ha avanzado un solo metro. Las caras de impaciencia y los suspiros se multiplican cada segundo que transcurre. Pronto empiezan a oírse las primeras voces de protesta.
Al parecer ha habido algún problema con el avión y el embarque puede retrasarse unos minutos. Con tranquilidad saco mi “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y me pongo a leer.
Media hora más tarde la gente sigue de pie, formando una fila algo menos rigurosa, acumulando un mayor número de integrantes en la parte anterior, alrededor del mostrador. Las últimas noticias indican que el avión está averiado, que la reparación puede prolongarse media hora más. La reacción de los pasajeros es dispar, aunque predomina la indignación y la rabia, los gritos así lo atestiguan.
Pasada una hora se escuchan rumores de que el vuelo de las 19 ha salido en nuestro avión, el de las 22.45, lo que hace suponer que saldremos en el siguiente vuelo. Por mi parte ya llevo varios capítulos leídos.
A las 00.00 nos hacen correr hacia otra puerta. Yo, al no considerarme un buen atleta, permanezco sentado en el mismo sitio. A la lectura le suceden intervalos de descanso jugando con un niño de 3 años a quien parece he caído en gracia.
00.45, la vida sigue igual, con la salvedad que la fila se ha desplazado hacia otra puerta. En la puerta ante la que estoy sentado se agolpan los pasajeros del vuelo siguiente, quienes, conscientes de su desdicha, empiezan a increpar al joven del mostrador.
01.15, empieza el embarque tras problemas con el suministro de combustible . Me doy cuenta de ello al escuchar una explosión de aplausos.
01.45, seguimos esperando, eso sí, dentro del avión. Parece ser que hay una maleta cuyo dueño no ha subido al avión. Alguien exclama: “¡Se lo pago, se lo pago!”, no acabo de entender si lo que quiere el joven es comprar una maleta ajena.
02.10, la pasajera perdida hace su entrada triunfal, toma asiento y, por fin, empieza nuestro vuelo.
Llegamos con 3 horas de retraso a destino, 3 horas con el señor Pájaro-que-da-cuerda, mientras el resto compartían el mismo tiempo con la señora Rabia y su hermana Cólera. Hay situaciones que uno no puede arreglar, los nervios son más útiles para estar en tensión cuando es posible buscar una vía de salida.
Eso sí, el fin de semana en Mallorca seguro que se sucedería a una velocidad mayor que esas 3 horas de espera.