Bajo un cielo al borde del llanto observo atónito como decenas de enfermos avanzan en procesión, sobre azules sillas de ruedas, empujados hacia una promesa de curación.
Algunos de ellos adolecen tan solo del mal de la vida, al agolparse sobre sus espaldas posiblemente más de 90 años, otros carecen de extremidades o de sensibilidad en las mismas, los hay que han perdido cualquier noción de realidad y se mueven convulsivamente con la mirada perdida.
Clavo mi mirada en un niño de seguramente más de 50 años. Tras descubrirme se fija en mí temeroso. Los años han hecho proliferar sus canas, han remarcado sus arrugas, pero no han teñido de tristeza sus ojos, anclados definitivamente en una infancia de la que su mente tal vez no haya sido capaz de huir jamás. Extiendo mi mano y, sonriendo lleno de tristeza, le saludo. Mi gesto le dibuja inmediatamente una gran sonrisa que profundiza más aún las arrugas de su rostro. El joven anciano se apresura en responder a mi saludo imitando el mismo gesto y, tras una serie de sonidos guturales llenos de nerviosismo, creo entender: "Au revoir, Monsieur!".
Dudo que la visita a la gruta donde supuestamente se apareció la virgen mejore su estado. Creo imposible que un mero baño en el agua que emana de una fuente subterránea sane su razón maltrecha. Su excursión sería posiblemente un éxito si se saldara con algunas más sonrisas y saludos de desconocidos que no vieran en él tan solo un desgraciado enfermo.
Hoy he visitado el santuario de Lourdes. No he tenido desgraciadamente el placer de contemplar ningún milagro, al menos a simple vista, pues, ¿acaso no es un milagro lo que consiguen los responsables de marketing de la Santa Sede?