En el portal de un viejo edificio de una apartada calle me confirman que sí, que en la séptima planta hay una radio. Entro contrariado, esperaba un gran cartel, un letrero luminoso, un moderno hall con guardia de seguridad y cámaras de vigilancia, me encuentro sin embargo con una entrada que bien podría ser la de cualquier edificio de viviendas de los años 70, un corredor con sobrias paredes pintadas de blanco ensuciadas por el tiempo, una sedienta planta en el rincón y, a la derecha, un amenazador ascensor que anuncia su llegada con un gran estruendo. Ya en la séptima planta, veo un rótulo en la puerta que efectivamente reza el nombre de la emisora.
Son las ocho de la tarde, las luces están apagadas y no se ve nadie en el mostrador. No pierdo tiempo en buscar un timbre, empujo suavemente la puerta por si la encuentro abierta. Efectivamente, puedo entrar en la oscura y descuidada recepción.
Tras breves segundos pensando si continúo avanzando por la aparentemente abandonada emisora veo que, al fondo, hay una luz encendida. Me dirijo a ella cruzando un par de puertas más.
Tras un cristal, puedo ver a la única persona que sigue trabajando. Un locutor que aparenta rondar los sesenta años que sostiene apesadumbradamente su cabeza con una mano mientras con la otra mueve alguno de los controles que tiene ante sí. Busco con mi mirada alguna luz roja encendida, a poder ser, como en las películas, con las letras "on air". No la encuentro, pero, definitivamente, el locutor, que todavía no se ha percatado de que alguien ha entrado y lo está observando, está en el aire.
Por unos momentos me pregunto cuántas personas pueden estar escuchando ese programa, si habrá alguien que sintonice el programa de un locutor desconocido, en una emisora desconocida que se encuentra a las afueras de Barcelona. Inmerso en la penumbra de la sala me inunda un sentimiento de soledad que, de ser yo quien condujera la emisión, me obligaría a apagar resignado la única luz encendida de la oficina e irme a mi casa apesadumbrado por el aparente fracaso.
Paradójicamente, traigo un obsequio para este locutor, un presente de parte de una de sus oyentes y admiradoras. Paradójicamente el presente que le entrego y mi ropia presencia, alegran al solitario locutor, del mismo modo que él, desde su soledad, está alegrando a miles de oyentes con su programa.