jueves, 15 de febrero de 2007

Una noche en la ópera

Esta noche he asistido a un inesperado espectáculo. El Liceu ofrece estos días la oportunidad de disfrutar de "Don Carlos", la versión original francesa que sería posteriormente traducida al italiano y considerablemente reducida. "Don Carlos" es conocida como una "grande opéra", designio que tenían aquellas óperas de cinco actos que se representaban en la Ópera de París y su estreno en el Liceu supuso su estreno en España, sí, una obra de 1867 no se ha estrenado íntegramente en nuestro país hasta 2007.
A más de dos semanas de su estreno, no había leído ninguna crítica, conocía vagamente el argumento y no tenía ni idea de quiénes eran los intérpretes. Si diciendo eso no me he retratado todavía como un perfecto desconocedor del mundo de la ópera, añadiré que ni se me había ocurrido plantearme quién era el director de escena, inconsciente de la importancia que un factor como éste tiene hoy en día. Sin embargo, había escuchado que el Liceu suele ofrecer montajes arriesgados, ¿arriesgado tratándose de Verdi? No, esta noche no esperaba riesgo alguno.
Armado de paciencia, ocupo mi localidad, preparado para disfrutar de cinco horas de espectáculo. Y qué espectáculo, no podía imaginar nada semejante. La música, ya desde los primeros compases, es extraordinaria, llena de matices capaces de retratar a la perfección la psicología de los personajes y el ambiente en que se mueven. El director de la orquesta, Maurizio Benini, notable en su labor. Pero las sorpresas están por llegar.
La primera escena tiene lugar con el escenario vacío, tan solo una especie de gigantesco biombo blanco que lo reduce a un escenario menor en el que se distinguen puertas, muchas puertas, todo blanco. Un poco acostumbrado espectador como yo lo achaca a la necesidad de inferir una marcada frialdad a la escena, y erra, todas y cada una de las escenas se representarán igual, en un escenario vacío con ese biombo reduciéndolo, nada más (bueno, una pequeña planta que plantan al principio y una caja negra).
A nivel interpretativo, a un inexperto como yo, el tenor elegido, Franco Farina (Don Carlos), no le proporciona el grado de satisfacción necesario, no resulta poseer una de esas potencias de voz que emocionan, pero tampoco ofrece una rica matización para suplir lo primero. El resto parecen mejores, la soprano, Adrianne Pieczonka (Elizabeth), no posee una potencia deslumbrante, pero su color, su musicalidad son muy agradables y adecuadas (y no hay ningún momento de extrema dificultad), la mezzosoprano, Sonia Ganassi (Evoli), está muy bien, es un tono desagradecido, pero aprovecha sus características acertadamente, Giacomo Prestia (Felipe) es un bajo que me gusta mucho, por lo que no puedo ser objetivo, hoy también me ha gustado; Erik Halfvarson (el Inquisidor) resulta ser un bajo que destaca por sus impresionantes agudos; finalmente, Carlos Álvarez (Rodrigo) parece un barítono estupendo, y sólo me ha puesto nervioso con algunos de sus movimientos en el escenario (no tanto como Don Carlos arrastrándose y revolcándose por el suelo exageradamente y sin sentido).
Movimientos en el escenario, claro, eso tenía que ser responsabilidad del factor olvidado: el director de escena, Peter Konwitschny. Él era el responsable de un escenario tan austero, él era el responsable de los "revolcones". Minucias, su aportación estaba por venir. En el tercer acto, Konwitschny se ha cargado el ballet del original y lo ha sustituido por un particular sueño en el que hemos visto a los protagonistas disfrutando de una cena en un salón de los años cincuenta, vestidos con ropa de la década y hasta llamando para pedir una pizza al quemarse su cena original. No había un escenario en toda la representación salvo en este sueño, ha sido como un sainete, sin duda una pieza cómica introducida por el director en el seno de un enorme melodrama. Sí, me he reído, no lo he podido evitar, me hacía gracia, era como ver al Tricicle con música de Verdi. Eso sí, a la gente no parecía hacerle ninguna gracia.
No contento con esta licencia, el director nos deparaba algo todavía más sorprendente. Y es que en mitad del descanso, aparece Lloll Bertran en las pantallas que se distribuyen por todo el recinto anunciando la inminente llegada de Sus Majestades para presenciar un espectáculo piromusical (o eso he entendido yo). La gente, miraba extrañada las pantallas, indecisos de si se trataba de una broma o debían apurar sus copas de champagne en el foyer más rápido de lo esperado. A los pocos minutos, con la gente todavía repartida entre localidades (los que no se levantan en el descanso más los que vuelven en seguida), foyer (los que aprovechan para entablar conversaciones mientras degustan exclusivos licores) y entrada (los que no pueden soportar las cinco horas de espectáculo sin echar unas caladas a su cigarro), entran los Reyes, que no son otros que los actores principales en su papel, pero vestidos con modelos actuales (Felipe, por ejemplo, con un impecable smoking, Rodrigo, a su vez, de elegante frac, las mujeres... de vestido largo). El séquito lo forman algunos guardaespaldas (provistos de los pinganillos de rigor) y un aluvión de paparazzi ávidos de conseguir la mejor y más cotizada instantánea. Tras ellos, han entrado los municipales conduciendo a unos encadenados descamisados corriendo por toda la instalación.
Tratad de componer la imagen: la platea semivacía con los Reyes avanzando por el pasillo bajo la atónita mirada de algunos asistentes y los aplausos de otros, con los municipales y sus arrestados corriendo por la estancia de modo desconcertante, y en el escenario, un coro vestido también de rabiosa y elegante actualidad. La música en "on", se me olvidaba. Se trataba del auto de fe (la quema de los herejes), quién lo iba a decir, y menos cuando el colofón al acto lo ha puesto la mismísima Marylin con unos versos en su mas sensual estilo.
Sí, ese acto nos ha dejado a todos completamente K.O. La indignación ha llegado a límites peligrosos (sobretodo en los extranjeros presentes que esperaban algo más convencional). Sin duda, la magia de la ópera ha desaparecido esta noche, pero eso no implica que no hayamos asistido a un brillante espectáculo, un espectáculo que, de vez en cuando, no viene mal, da ese carácter de "viva" a la ópera clásica. Si el sueño de Evoli lo podría haber firmado El Tricicle, el auto de fe bien podría haberlo firmado "La Cubana". Confieso que los toques de genialidad de este director me han gustado, pero reconozco que convierten a una "grande opéra", una clásica ópera seria, en una ópera buffa, no sé qué le hubiera parecido esa lectura a Verdi.
Si queréis disfrutar de una ópera, andaos con cuidado, no vaya a ser que tengáis que conformaros con un gran espectáculo, como el de "Don Carlos" en el Liceu.

1 comentario:

JAL dijo...

Como anécdota, y para no hacer todavía más largo el artículo, añadiré que tradicionalmente, el ballet de las "grandes opéras" se colocaba en el tercer acto por el siguiente motivo: los señores dejaban a sus esposas en la ópera al inicio de la función y se iban a cenar a Maxim's, a las 2 horas aprox. volvían, veían el ballet, concertaban cita con una de las bailarinas mediante gestos, y tenían todavía un par de horas para disfrutar de ellas hasta la hora de recoger a las esposas.