martes, 30 de enero de 2007

Clase de flamenco

Sentado en el rincón de un jardín de mesas, pequeñas mesas redondas verdes, decoradas con motivos florales, rodeadas de cuatro sillas, también verdes. De los veinte ejemplares de este género de flora, la mía es la única que está ocupada. Rincón solitario, tan solo la inmediata compañía de un café y mi portátil.
Sin embargo, pese al esperado aislamiento, apenas puedo concentrarme en la escritura, y es que el volumen de la música es absolutamente exagerado: desde este jardín estoy contemplando cómo se desarrolla una clase de flamenco.
Ante un gran espejo, los alumnos se esfuerzan en expresar su sentimiento a través del movimiento de sus brazos, de sus manos, a través de la fuerza con que golpean el suelo. Todos al unísono, a simple vista no se distancia demasiado de lo que podría ser una clase de aerobic, mas sus caras reflejan algo más que mero cansancio, es como si trataran de convertirse en el instrumento restante a la composición que suena en la sala; guitarra, voz y bailarín, tres elementos, un todo.
Pese a la irregularidad de los movimientos, pese a los errores que hasta un aficionado como yo es capaz de observar a simple vista, uno comprueba como el flamenco no es tan solo un baile, como más allá de una coreografía se desata un sentimiento que es, en definitiva, el que hace brillar el espectáculo, el que convierte la experiencia en algo más que baile, en algo más que simple folklore, en sentimiento palpable.
Mi condición de ignorante en la materia me permite admirar la escena desde otra perspectiva, observar las caras de los aplicados alumnos, escuchar su esforzada respiración, escuchar sus exclamaciones al final de algunos versos, permitir que su sentimiento me contagie, que la pasión de la música me absorba. Tal vez es mi condición de ignorante la que me permite disfrutar de experiencias como esta, es posible, y espero mantener mi condición por mucho tiempo, espero poder disfrutar de experiencias mínimas como esta por mucho tiempo.

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